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La Reconquista constituyó un largo y complejo proceso militar, político, social, religioso y cultural desarrollado a lo largo de ocho siglos y que marcó en buena medida la historia de la España medieval. A medida que nuevos territorios y ciudades iban siendo incorporados a los reinos cristianos peninsulares, la morfología del urbanismo fue transformándose de forma simultánea al proceso de cristianización de la sociedad. En el proceso de repoblación y evangelización tuvieron un protagonismo indiscutible las órdenes religiosas, principalmente las mendicantes masculinas, de vida activa y no contemplativa, que desarrollaron una actividad muy intensa con el fin de propiciar la conversión al cristianismo de los musulmanes moradores de los territorios que acababan de ser conquistados, sin dejar de asistir espiritualmente a los cristianos viejos que llegaron para repoblar estas nuevas tierras.
El priscilianismo, movimiento extendido por Hispania -en especial, por la Gallaecia- y el sur de las Galias a partir del s. IV, constituyó un importante fenómeno en la historia del cristianismo de la Antigüedad Tardía. El interés de su estudio, sin embargo, trasciende en varios sentidos las fronteras de la religión, pues resulta muy relevante para el examen de cuestiones sociopolíticas -dada la intervención del poder imperial en la disputa priscilianista y el ejercicio de la violencia institucional en las ejecuciones de Tréveris-, de género -en virtud del relevante papel desempeñado por las mujeres en esta corriente- y hermenéuticas -pues el análisis del priscilianismo ha contribuido a cuestionar los conceptos tradicionales de “ortodoxia” y “herejía”-. Así se entiende su impacto cultural, rastreable incluso en la literatura y en el cine.
El descubrimiento de nuevas fuentes relativas al priscilianismo en los siglos XIX y XX ha obligado a cambiar sustancialmente la perspectiva sobre este movimiento, habiendo experimentado su estudio un notable desarrollo en las últimas décadas. A pesar de ello, tales avances permanecen en gran medida circunscritos al ámbito académico y desconocidos para el gran público, cuya percepción de Prisciliano y el priscilianismo acostumbra a estar aún, en el mejor de los casos, limitada a lo puramente anecdótico o distorsionada por obsoletos clichés.
La religión usa el arte como vía para trasmitir su mensaje, y el arte, a su vez, descubre en la religión su mejor inspiración.
Partiendo de los orígenes del hombre, analizamos la necesidad de éste por buscar una explicación a todo lo que sucede en su entorno; desde los fenómenos atmosféricos hasta la muerte de los miembros del grupo. Buscamos el interés y sentido que tienen los dioses en la vida cotidiana del ser humano en las civilizaciones más antiguas como Mesopotamia y Egipto.
Constituye un lugar común -tan asumido que se desvincula de su paternidad- afirmar que los tres grandes pilares que sustentan la civilización occidental son la filosofía griega, la religión judeo-cristiana y el derecho romano.
Quien primero enuncia esta trilogía -en clara expresión topográfica-, es Paul Valery que al preguntársele ¿Qué es Europa? responde: “Atenas, Roma y Jerusalén”. La trilogía se comparte por pensadores de distinto cariz intelectual e ideológico. También la vida pública de las distintas naciones de la civilización occidental se han visto influidas por la acción de la Iglesia. Y mucho más las casi infinitas acciones de ayuda a los más necesitados en todos los rincones de la Tierra.
La regla dominica fue aprobada en 1220 y la de los menores franciscanos en 1223. En lugar de retirarse del mundo, los frailes mendicantes se volcaron hacia el mundo urbano. La espiritualidad y la búsqueda de una mayor pobreza personal que caracterizó a los franciscanos, el recurso al saber del que hicieron alarde los dominicos para combatir contra la herejía, se insertaron en un mundo en el que el individuo podía salvarse al valorar la humanidad de Cristo sufriente.
La cura animarum implicó enfrentamientos entre las propias órdenes mendicantes y con el resto del clero secular. Frente al ideal limosnero de pobreza primitiva, la seguridad material se convirtió en requisito indispensable para el correcto desarrollo de la vida conventual, y ello suponía la inevitable aceptación de rentas y bienes raíces obtenidos mediante la predicación y la provisión de remedio para el alma de fieles pecadores, el ofrecimiento de la confesión, la sepultura o las oraciones post mortem. Al escoger la ciudad para instalar sus conventos, predicar, confesar, tañer campanas, abrir escuelas, enterrar a los difuntos y acudir a las procesiones cruz en alto, franciscanos y dominicos disputaron un terreno monopolizado hasta entonces por la iglesia secular.
Más lentos y selectivos, los dominicos se instalaron en Segovia, Palencia y Zamora, para más tarde alcanzar Burgos y Salamanca entre 1224 y 1230, y en la segunda mitad del siglo XIII León, Ciudad Rodrigo, Valladolid, Benavente y Toro. Los franciscanos, inicialmente más espontáneos que los dominicos, anidaron en todos los rincones de los reinos castellanoleoneses, tal vez con la excepción del territorio abulense, donde no llegarían hasta más tarde.
En el reino de Castilla, franciscanos y clarisas aprovecharon la protección papal y los privilegios que recibieron de los oligarquías locales y de los mismos reyes, escogiéndolos como confesores (Sancho IV, María de Molina, Fernando IV, Pedro I, Enrique II, Juan I o Enrique III), si bien la orden franciscana asistió a un conflicto interno entre conventuales y espirituales.
A lo largo del siglo XV, el eremitismo siguió atrayendo a pequeñas comunidades. Pedro de Villacreces abandonó La Salceda para fundar la Domus Dei de La Aguilera (1404), San Antonio de La Cabrera (1405) y la Scala Coeli del Abrojo (1415). Su labor fue proseguida por sus discípulos Pedro de Santoyo (con el apoyo de los condes de Haro), Pedro Regalado y Lope de Salazar y Salinas. Las reformas y la observancia estricta de las reglas monásticas gozaron del apoyo del conjunto de la sociedad: mientras que los grandes ayudaban a fundar conventos y tomaban por confesores a observantes y reformadores, los habitantes de las ciudades favorecían con sus donaciones inter vivos o post mortem. Los menores apostaron por una visión del mundo capaz de seducir a los oyentes de sus sermones y se confesaban con ellos, por una religión que intentaba despertar las emociones recurriendo a la Pasión de Cristo, el culto a María y la Vera Cruz, esgrimiendo sencillos exempla, salpicando su discurso con ataques hacia los poderosos y fomentando la creación de hermandades.