El objeto artístico ha estado siempre en el centro simbólico de toda economía política a través de esas máquinas de acumulación de imágenes que fueron las iglesias y los palacios, espacios de representación del poder político y religioso que funcionaban también como motores de plusvalía. Sin embargo, la doble revolución política e industrial que abre la modernidad lo hizo saltar por los aires. De la mano de los vencedores —el burgués—, la obra de arte se disemina en casas y calles, entra en los dormitorios, se apodera de los escaparates, contamina las mercancías, se disfraza de publicidad… De repente, la obra de arte toma la apariencia de una mercancía más del espacio social, atravesada, como todas, por esa mecánica histérica del deseo que Walter Benjamin teorizó bajo el concepto de “fantasmagoría”. Sin embargo, esa apariencia es engañosa, pues el arte se erige a partir de entonces como el guardián y el testigo a la vez de la riqueza de una historia universal cuyo único sentido y función es desplegar la ideología del progreso, función que los museos van a empezar a cimentar en el siglo XIX al compás de las estructuras de colonización. ¿Qué mercancía es esa que puede estar a la vez en la calle —como el pan— y en el templo, el museo; que es objeto de consumo y a la vez una de las grandes piezas que activa la máquina de producción del consumo? La fantasmagoría de Benjamin evadía este problema al diluir la función del arte en el “fetichismo de la mercancía”, olvidando así que el capitalismo ha convertido al arte en el motor de sí mismo: la plusvalía encarnada. En este curso analizaremos esta relación entre arte y plusvalía para poner en cuestión esa construcción genealógica de la modernidad como circulación de fantasmagorías.