25-02-2021 – Ponerse un traje. Mutaciones de la elegancia masculina

A mediados del siglo XX una serie de complejos fenómenos culturales, sociales y económicos pusieron en tela de juicio la hegemonía de los códigos clásicos de elegancia masculina. Estos códigos, fruto del diálogo entre los círculos del poder y las clases populares, se habían ido aquilatando desde las primeras décadas del siglo y alcanzaron su esplendor en los años treinta.

Promovidas por la industria cultural, la moda y la confección, las continuas innovaciones en la vestimenta masculina que se sucedieron hasta el fin del milenio minaron la autoridad del traje como símbolo de la nivelación burguesa surgida de la Revolución Francesa.

Con la consolidación de la Globalización, la definición clásica de una elegancia soberbia fue sustituida por el pastiche, la arbitrariedad y la obsesión por la comodidad. La relajación y el descuido, así como un indisimulado resentimiento contra el traje, dieron paso a una cultura del harapo patrocinada fervorosamente por los multimillonarios patrones de las corporaciones de alta tecnología.

Esta sorprendente mutación en la apariencia del poder ha puesto fin a la vigencia de las reglas consensuadas por el tiempo. El hombre de la sociedad digital no busca consejo en los modelos de referencia del pasado ni ve en el acto de vestirse una actividad del espíritu, un ejercicio de los sentidos.

Y si el vestido ha perdido su lugar en el dominio de las artes decorativas, los maestros sastres, fusión ejemplar de artistas y artesanos, han visto disminuir dramáticamente sus efectivos en las últimas décadas. Expuesta a las leyes del capitalismo desregulado, los monopolios de las corporaciones y la relajación general, la sastrería ha dejado de ser una opción para el hombre de calle. A este debilitamiento de la memoria y la globalización de la mediocridad estética, debemos agregar la consolidación de la moda rápida y el low cost, formas de producción industrial que han reeditado la esclavitud laboral que el progreso prometió erradicar hace dos siglos.

El hombre de la sociedad digital ya no se viste, se cubre. Esta segunda “gran renuncia” esconde un peligro: sepultar un fondo común de prácticas y saberes que en otro tiempo integraba por derecho propio el sistema de bellas artes.